Urgencias: La danza de la vida.

Crónica.

Por Demian Chávez.

Son las nueve de la noche y el clima amenaza con una noche fría. Unos gatos se escabullen entre las sombras de las inmediaciones del Hospital General convertido en Hospital COVID por el gobierno del Estado para el tratamiento de los pacientes de la pandemia. Los familiares de los enfermos se han diluido de las inmediaciones del nosocomio, solamente quedan policías estatales y la seguridad privada.

En el segundo piso del hospital, una enfermera se acerca a un paciente, vestida con todos los implementos para salvaguardar su salud. Guantes, bata, cubrebocas, gogles, el traje completo blanco, otro par de guantes, careta y un guarda calzado aíslan su piel de todos los objetos que pueda tocar. Lentamente, extiende un papel que trae en la mano y empieza a leer su contenido al paciente. El hombre se encuentra acostado y conectado a una serie de máquinas como sacadas de una película de ciencia-ficción donde puntitos, números, foquitos y sonido hacen la diferencia entre la vida y la muerte. La enfermera termina de leer para después buscar una gasa y secar una lágrima del paciente. El texto fue escrito de puño y letra de los familiares que se encontraban afuera. Es la única forma en que ellos pueden estar cerca de él. Las cartas escritas a mano -como se usaba antes de las tecnologías de la información- son la única manera de comunicarse con alguien interno en este Hospital a causa del COVID-19. Pero no tendrán replica. Nada sale para evitar el riesgo de contagio. Abatida, la enfermera deja esa área de aislamiento para seguir en la labor de la noche. Apenas son las 10 y el turno de la noche termina dentro de 9 horas.

En el área de urgencias parece un día normal; aunque la normalidad es ahora atender a un menor número de ingresos, pero que requieren mayores esfuerzos. Este lugar está lleno de aparatos extraños. Antes de transformarse en un nosocomio especializado, la sobrepoblación de pacientes rebasaba la capacidad de atención. El Hospital General se construyó hace más de 50 años y ya no resistía la cantidad de urgencias que llegaban por las noches. A manera de anécdota, alguien recuerda que hasta 75 personas yacían en un espacio destinado para menos de la mitad. Ahora los pacientes están atendidos correctamente y desde hace más de 90 días las dinámicas de la noche han cambiado.

La ronda de enfermeras hace una perfecta y sincronizada vuelta llevando medicamentos a cada uno de los enfermos. Un especialista en infectología toma muestras delicadamente de los pacientes que están despiertos para llevárselas a análisis. Simultáneamente, sus compañeras administran medicamentos, escuchan como terapeutas los dolores de los pacientes y otras más acuden a preparar las siguientes dosis. Noventa días después del primer caso que se atendió en este lugar es una normalidad tensa pero cotidiana.

En un segundo las alarmas estallan. Pequeñas lucecitas y sonidos atraen la atención del cuerpo médico y enfermeras que acuden a atender al paciente que apenas unos minutos antes había estado sentado. Comienza una maniobra para permitirle respirar correctamente.  El cuerpo del paciente se comienza inflar y desinflar; después de la maniobra su saturación de oxígeno parece recuperarse. Pasar de una saturación de menos de 50 a alcanzar cerca de los 70 puede ser esperanzador. Sin embargo el cuerpo médico no está conforme y le preguntan si quiere ser intubado, el paciente se niega. El cuerpo médico desespera y vuelven a preguntarle. Esta vez accede. Le explican que con la intubación tiene más posibilidades de sobrevivir al ataque del minúsculo pero letal virus del SARS-CoV2.

Comienza así la perfecta coreografía que han ensayado en los últimos meses noche tras noche. Cada integrante del cuerpo escénico sabe qué hacer, de dónde buscar los implementos, de donde sacar las jeringas, a dónde acudir por medicamento, qué aparatos tomar. La sincronización es perfecta, el lenguaje médico pareciera como un idioma extranjero para los que no son nativos. Viene el traslado del paciente al área aislada y, detrás, el coreógrafo en el culmen de la obra: el médico responsable acompañado de una enfermera, como si fuera un regisseur, juntos proceden a hacer la intubación observados por una decena de especialistas atentos. La intubación es un éxito y devuelven al paciente en mejores condiciones. Lentamente cada una de las enfermeras y médicos se sanitizan, respiran y vuelven a su labor cotidiana. Revisar a sus enfermos, leer las bitácoras o ir al área de descanso para cambiar sus batas y evitar contaminación.

Una enfermera apenas se va a sentar, cuando empieza nuevamente otra puesta en escena igual.  Ahora es un paciente de mayor edad en otro módulo de aislamiento que también será intubado. La misma coreografía y el mismo éxito se repite. Otros días no se ha corrido con la misma suerte. Otros días, la muerte les gana la partida pero, ellas y ellos, el personal médico, no se rinden.

Apenas son las dos de la mañana. Y, en el exterior, el frío pega sin dar tregua en el área de triage a los tres residentes que se apiñan en el camper acondicionado para recibir a los pacientes sospechosos de Covid-19. Urgencias está esperando traslados. Y mientras esperan, es momento de un merecido descanso en la pequeña salita que sirve para platicar de los hijos. Todas las enfermeras son jóvenes y madres. Su trabajo las aisla de las caricias de los pequeños pero en la conversación denotan su necesidad de estar con ellos. Igual ocurre con los médicos nuevos con hijos. Desde urgencias los vigilan: “que los ángeles te guarden el sueño, que yo te busco en los míos” piensa el foráneo. Luego vienen las anécdotas de como era el lugar antes de readaptarse, de los pacientes que han llegado o de los que se han ido. Los médicos residentes también participan de la plática, preguntan curiosos sobre el día anterior y del día anterior y del día anterior.

A las cuatro de la mañana, vuelve la ronda a revisar pacientes unos más graves, otros más “tosijosos”, algunos llorando, otros dormidos. Una llamada al teléfono de la jefa de enfermeras avisa que siempre sí llegará el traslado que toda la noche esperaron. Sube la adrenalina para aguardar al arribo del nuevo ingreso de un municipio conurbado. En la oficina de la subdirectora se hace el censo de pacientes, 61; corrige: 62. No hubo defunciones.

Durante un instante se alcanzan a percibir los cantos de las aves y el rugir de los motores de tráiler que circulan por las avenidas cercanas. Llovió y nadie se enteró ahí dentro. Solo los charcos quedan de testigo. Los familiares de los internados vuelven con la luz del día, se arremolinan en la valla de seguridad en la calle aguardando alguna noticia de su familiar. Ya es de mañana y en la bata azul de la enfermera se lee su nombre: Esperanza.

 

Así se publicó en el periódico El Universal de Querétaro.

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